jueves, 17 de noviembre de 2016

El feminismo no es un igualitarismo (continuación en respuesta a Catia Faria)


El problema no está en los límites de la consideración moral ni en el respeto: como humanos podemos decidir que es justo tratar bien a los animales, no comer animales vivos, o prohibir la propiedad de animales domésticos. Son objeto de nuestro cuidado y la falta de crueldad es –o debería ser- un síntoma de civilización, aunque ahí también habría mucho que decir. Lo que discuto no es el trato, ni siquiera la justificación de ese buen trato: precisamente porque somos libres y podemos ignorar, o mejorar, o hacer más estúpida y cruel la naturaleza, porque tenemos libre albedrío, podemos mantener esta discusión sobre los animales y extender nuestra responsabilidad moral a la naturaleza o a otras especies.
El problema de la argumentación de Faria es la lógica que encadena: para la autora, esa decisión moral deriva del igualitarismo y por lo tanto toda filosofía política o corriente que beba del igualitarismo debe necesariamente sacar sus conclusiones y ser anti especista. El anti especismo sería una conclusión o radicalización de una corriente que va incluyendo el anti racismo, el feminismo y amplía su base moral en cada giro.
Lo que mi artículo pone en duda, y nada tiene que ver con privilegios ni estatus quo feminista, es esa lógica. Para empezar, creo que el igualitarismo no es la base del feminismo, sino la igualdad, una idea anterior a la ilustración, pero que encuentra su plasmación moderna en la idea revolucionara de la emancipación de todos los seres humanos de la religión y de la comunidad. Un movimiento histórico obviamente corregido y criticado por dos siglos de pensamiento y acción feministas. La diferencia entre igualdad e igualitarismo es compleja y nos llevaría lejos, pero es clave. El igualitarismo considera que la igualdad entre individuos tiene siempre que ser la máxima posible, en un sentido simbólico y material, y compensar siempre al que está más abajo. Lo que exige un continuo trabajo de ampliación del marco ético y sobre todo un poder exterior a las partes que garantice esa igualdad, ya sea Dios (el primer igualitarismo es cristiano), el Estado, la Comunidad o la Especie (¿O debería decir el Reino de las Especies?). Se es igual a los ojos de alguien o algo.
La igualdad relacional se construye entre grupos e individuos y se basa en un marco de relaciones que amplíe al máximo la libertad y el valor de cada individuo, sea cual sea su situación material o social. Incluye a todos los humanos, tengan la capacidad que tengan, pues la capacidad moral no tiene nada que ver con la inteligencia, sino con el reconocimiento (también incluye a los bebés, aunque sabemos que estos  traen siempre problemas a los argumentos filosóficos). También es necesario recordar que toda política de igualdad tiene dosis de igualitarismo, pero no se confunden. 
El anti especismo no puede pertenecer a esta tradición, porque su idea de justicia no parte del reconocimiento mutuo, imposible para los animales. Para postular la igualdad de las especies, tiene que elegir lo que tienen en común, la capacidad de sentir y sufrir, dejando en un segundo plano la razón como base de nuestra libertad moral. Por lo tanto, define también lo humano como “especie”, situándose fuera de la comunidad política, en un lugar que sólo puede construirse desde una estancia fuera de nuestro humano mundo político, un más allá que nos iguala como especies. Por eso me permito hablar de religión.

En cuanto a lo público y lo privado, merecería otro artículo: el lema feminista de “lo personal es político” implica que ningún tema está fuera de la discusión racional y política. Nunca quiso significar que todo lo que uno hace o es en la vida deba estar alineado y ser perfectamente coherente con una idea, porque negaría justamente que somos seres de cultura y nadamos en esta, debiendo hacer lo más difícil: transformar aquello que nos forma. 

domingo, 13 de noviembre de 2016

El feminismo no es un animalismo, ni un igualitarismo.


Catia Faria, filósofa portuguesa, mantiene que el feminismo tiene que ser antiespecista, es decir oponerse a la idea de la superioridad de la especie humana sobre el resto y a toda distinción moral entre humanos y animales. Para ella, ambas corrientes tienen en común una idea de justicia: el igualitarismo, que busca, además de evitar la discriminación, compensar o tratar de forma más favorable a aquellos con menos poder o que tienen peor situación en el mundo. Lo que hace moralmente relevante la posición de los animales es su capacidad para “sufrir y disfrutar”. Son por lo tanto seres “sintientes” y como tales, tienen que entrar en la esfera moral de nuestras decisiones públicas y privadas.
Su razonamiento es simple, aunque de enormes consecuencias: si el feminismo defiende la igualdad entre todos los seres humanos, debe aplicarla a los animales no humanos. Decir que los animales no son sujetos morales no es válido, puesto que de hecho a las mujeres (o a las razas no blancas) se les negó en otros momentos históricos la capacidad moral y la razón que eran la base de la igualdad civil. Además, la esfera de la moral tiene dos características para Faria: lo que la sostiene es el mero hecho de vivir y de sufrir, lo que amplía dicha esfera a todas las especies animales que pueblan la tierra; y la segunda es que es que esa moral es tanto pública como privada. Es decir, Faria no es “animalista”, no defiende un trato justo o no cruel para con los animales; no discute la forma de producción de los alimentos, por ejemplo, sino que considera que debemos asumir completamente, entre nuestras preocupaciones morales, la vida y el bienestar de todas las especies. Esto implica veganismo en la vida privada y la finalidad política de preservar la vida de las otras especies frente a cualquier explotación, pero también a cualquier desastre natural o ecológico, como haríamos si se tratara de seres humanos.
Este razonamiento tiene un gran atractivo actualmente, y de hecho la autora llena sus auditorios, porque es ilimitado –propone una tarea sin fin a nuestra hambrienta sensibilidad- y anti ilustrado, dos de los rasgos más típicos del pensamiento de la época. Su concepto de la igualdad es material, se basa en la consideración de trato igual para todos, o de reparto igual de los bienes del mundo entre todos. El feminismo, al menos el de raíz ilustrada, tiene una base ética completamente ajena, a mi entender. La igualdad que defiende es “relacional”, es decir, defiende la dignidad y el valor iguales de todos los seres dotados de razón. No dice nada del bienestar o la felicidad, sino que habla de las bases justas de la relación social. Ser tratados como seres de razón implica participar en todas las decisiones como ciudadanos libres. Por lo tanto libertad e igualdad son inseparables. La revolución feminista ha discutido una cultura que construye la feminidad como menos valiosa que la masculinidad y a las mujeres como menos libres para dirigir sus vidas y menos razonables para participar en las diferentes esferas de poder.
Es cierto que otras corrientes –socialistas entre otras- han completado esta idea con la necesidad de equiparar las condiciones materiales de los seres humanos para hacer posible el ejercicio de la autonomía moral. Pero no porque los humanos estén vivos y “sufran”, sino porque la razón y la dignidad no pueden ejercerse sin una base de igualdad material y de reconocimiento social. Son los seres dotados de razón los que participan en la comunidad política y deciden la forma de su relación. Cada uno reconoce la libertad del otro, y la polis asegura que esa libertad tenga condiciones justas para ejercerse, una tarea que está muy lejos de haber concluido y que sigue siendo el horizonte de nuestras sociedades humanas.
Con esa libertad cada uno hace lo que puede o quiere, incluso buscar la infelicidad o la muerte. Lo relevante del valor moral no es el hecho de sentir y sufrir, sino el reconocimiento mutuo, algo imposible en el caso de los animales, no porque los humanos no podamos reconocer o proteger su vida, sino porque los animales no pueden reconocernos a nosotros. Sin reciprocidad, no existe una esfera común de decisión moral.
Puede existir, sin duda, un paternalismo (¿maternalismo?) que se extienda a todas las especies, un despotismo ilustrado que decide qué es el bienestar para otras especies no dotadas de razón ni de palabra, y que, por lo tanto, no pueden discutir nuestras decisiones. Si consideramos que tenemos que intervenir, no para mitigar el sufrimiento que nosotros mismos causamos o para ofrecer un trato menos cruel a los animales con los que nos relacionamos, sino porque nuestra especie está al mismo nivel moral que el resto de las especies, el dilema no tendrá fin: ¿debemos permitir que los animales se coman unos a otros? Si eso es admisible, porque es natural, ¿qué justifica moralmente nuestro veganismo? ¿Acaso es moral la cadena alimenticia? Y si nosotros la podemos romper, dejando de comer carne, porque somos seres libres y tomamos decisiones éticas, ¿no estamos poniendo a nuestra especie una vez más por encima de las demás especies?  

Negar la libertad moral, que es el rasgo de nuestra común humanidad, nos lleva a callejones sin salida. Considerar que el feminismo es un igualitarismo es un malentendido. Creer que debemos llevar a nuestras vidas privadas una exigencia de pureza sin fin es religión, no política. Y en estos tiempos en que la religión vuelve bajo los más extraños ropajes, podemos estar seguros de que esta inversión de los valores y esta persecución de la autenticidad ilimitada, triunfará: veganos, animalistas, anti especistas, la rueda puesta en marcha por la aversión a lo humano no tiene fin y puede aplastar nuestro frágil reconocimiento.