El secreto solía ser el núcleo
del poder, pero también del amor; el silencio la prueba de una mente superior,
el laberinto la representación de la búsqueda del conocimiento. Cuando
reclamamos transparencia, la palabra de moda, deberíamos saber todo lo que cae
junto con el secreto. Sin duda el ciudadano merece saber cómo y dónde se toman
las decisiones, pero no necesariamente tiene que ser testigo del proceso. ¿Alguien piensa realmente que se puede
negociar en público? ¿Creemos que es posible la diplomacia cuando todas las
comunicaciones pueden ser desveladas? ¿Puede existir la política sin opacidad?
Si el símbolo moderno del poder
es el panóptico, desde donde es posible observar y regular el comportamiento de
los ciudadanos, el símbolo posmoderno es el poder transparente, que controla a
las personas precisamente porque éstas están obligadas a mirarlo sin fin. Los
países protestantes tienen en sus casas ventanas sin visillos porque el buen
cristiano no tiene nada que ocultar y porque la mirada de sus vecinos confirma
su virtud. En los países católicos ni siquiera Dios conoce del todo el alma
humana y hace falta la confesión para hacerle llegar, junto con el
arrepentimiento, la narración de nuestros pecados. La Iglesia se sitúa así entre
Dios y el alma, como un visillo que además entorpece la mirada de la comunidad.
Esta opacidad de la Iglesia mantenía a salvo el secreto y daba tiempo al
creyente para negociar con la virtud y el pecado.
En la lucha sin cuartel contra la
hipocresía, todos los velos han ido cayendo, también en las relaciones
sentimentales donde se nos pide que nos hagamos predecibles por la exposición
continua de nuestros estados de ánimo. Ahora lo reclamamos de la política:
todos queremos estar presentes en todo momento, sin representación, otra
opacidad, sin el secreto que da tiempo para moderar la virtud y dejar de lado
las buenas intenciones. Conocer los laberintos del poder no nos hace más sabios
sino que nos ata a una contemplación continua e hipnotizada de su fuerza y de
su monstruosa debilidad.
Para dar ejemplo, abrimos
nuestras cuentas corrientes, exhibimos nuestras conversaciones, y exponemos a
nuestros amigos a la mirada incansable de la comunidad y del poder. La red es
la gran transparencia que nos atrapa y nos confunde en su juego de espejos.
Nuestros cuerpos transparentes
son todavía una metáfora, pero por poco tiempo. Pronto tendremos una piel
transparente para que los médicos puedan intervenir a tiempo en nuestros
tumores. Así seguimos abriendo nuestros límites al bisturí y regalando nuevos
campos para que juegue el mercado, que es la Transparencia absoluta. Y en lugar
de defender nuestra opacidad, nuestra doblez, nuestra intimidad, como diría
José Luis Pardo, reclamamos a voces aquello que nos expone, nos vulnera y nos
banaliza.