Alguien describe la distancia
entre la lucidez con la que analizamos los problemas públicos y la moderación
de nuestras propuestas como una contradicción, si no como una impostura. Me
resulta curiosa la idea de que el pensamiento, las opiniones y la acción deban
estar alineadas y ser coherentes. La coherencia se exige en dos planos: el de
la propia vida, que debe ser coherente con las ideas que pregonamos y el de las
soluciones, que deben ser tan extensas o profundas como nuestras críticas.
En el primer caso, la coherencia
es imposible, pues supondría no vivir en la propia cultura y en el propio
mundo. Vivir es participar de la raíz de los problemas y ser parte de ellos. Nunca se sitúan fuera de nosotros y
por lo tanto tenemos que juzgarlos, comprenderlos y cambiarlos desde dentro, no
desde un lugar puro e inaccesible. Precisamente porque hay distancia entre la
vida y las ideas, existe cambio social. Solo
los fanáticos viven según sus ideas. El resto vivimos en la contradicción y
gracias a ella.
El segundo aspecto de la coherencia
es proponer salidas a los problemas sociales que sean tan radicales como la
explicación que de ellos se ofrece. Aquí el problema está en creer que ver y analizar
la raíz de las cosas obliga a transformarlas radicalmente y que las ideas deben
ser la medida de la acción. Pero entender en profundidad los problemas es
precisamente asumir su complejidad y sobre todo asumir la cantidad de
vertientes, intereses y opiniones encontradas que contienen. Justamente porque
los análisis son profundos, las soluciones no pueden ser simples ni radicales,
en el sentido de cortar por lo sano, negar el compromiso, hacer tabla rasa, volver
a empezar, etc.
Por el contrario, hay que tantear
el terreno, asumir el riesgo del cambio, hacer alianzas, proponer mejoras que
vayan sumando más personas a la causa que se defiende. Solo si la esfera religiosa
y la política se confunden completamente, estas acciones moderadas y
reformistas son imposibles. Si el capitalismo es el mal, por ejemplo, solo cabe
acabar con él, en bloque, aunque no se sepa ni cómo hacerlo, ni qué vendrá
después o lo remplazará. Reformarlo es como pactar con el diablo y quien lo
hace queda “manchado” y pierde legitimidad. Si la prostitución es violencia, no
se puede proponer ninguna medida que mejore la vida de las trabajadoras del
sexo, pues sería como justificar o amparar la violencia, etc.
Esta llamada a la coherencia –que
debería ser una medida relativa de distinción moral- tiene dos problemas: por
un lado, unos, ante la exigencia de vivir como piensan, prefieren no pensar y
vivir cómo les da la gana. Prefieren no ser anti capitalistas, ni ecologistas,
ni feministas, para no tener que ser coherentes. Otros, por el contrario,
deciden simplificar las ideas para hacerlas coherentes con su comportamiento.
Ciertos rasgos de carácter o ciertas formas de vida, incluso ciertos hábitos o
formas de vestir, serán entonces la prueba de la propia coherencia moral: ser
vegetariano, sin ir más lejos, será visto como un rasgo de compromiso político.
Por último, algunos llevan la
coherencia hasta el fanatismo y dejan de lado toda contradicción: vivirán según
su credo y su idea del mundo y como tal cosa es imposible, pues todo está
teñido de contagio y contradicción, intentarán cambiar el mundo a su imagen,
imponiendo la coherencia a sangre y fuego.
Gracias, Begoña, por la lucidez... me has iluminado un poco más el camino...
ResponderEliminarMás, por favor.