lunes, 18 de mayo de 2015

Contra la coherencia

Alguien describe la distancia entre la lucidez con la que analizamos los problemas públicos y la moderación de nuestras propuestas como una contradicción, si no como una impostura. Me resulta curiosa la idea de que el pensamiento, las opiniones y la acción deban estar alineadas y ser coherentes. La coherencia se exige en dos planos: el de la propia vida, que debe ser coherente con las ideas que pregonamos y el de las soluciones, que deben ser tan extensas o profundas como nuestras críticas.
En el primer caso, la coherencia es imposible, pues supondría no vivir en la propia cultura y en el propio mundo. Vivir es participar de la raíz de los problemas y ser parte de  ellos. Nunca se sitúan fuera de nosotros y por lo tanto tenemos que juzgarlos, comprenderlos y cambiarlos desde dentro, no desde un lugar puro e inaccesible. Precisamente porque hay distancia entre la vida y las ideas,  existe cambio social. Solo los fanáticos viven según sus ideas. El resto vivimos en la contradicción y gracias a ella.
El segundo aspecto de la coherencia es proponer salidas a los problemas sociales que sean tan radicales como la explicación que de ellos se ofrece. Aquí el problema está en creer que ver y analizar la raíz de las cosas obliga a transformarlas radicalmente y que las ideas deben ser la medida de la acción. Pero entender en profundidad los problemas es precisamente asumir su complejidad y sobre todo asumir la cantidad de vertientes, intereses y opiniones encontradas que contienen. Justamente porque los análisis son profundos, las soluciones no pueden ser simples ni radicales, en el sentido de cortar por lo sano, negar el compromiso, hacer tabla rasa, volver a empezar, etc.
Por el contrario, hay que tantear el terreno, asumir el riesgo del cambio, hacer alianzas, proponer mejoras que vayan sumando más personas a la causa que se defiende. Solo si la esfera religiosa y la política se confunden completamente, estas acciones moderadas y reformistas son imposibles. Si el capitalismo es el mal, por ejemplo, solo cabe acabar con él, en bloque, aunque no se sepa ni cómo hacerlo, ni qué vendrá después o lo remplazará. Reformarlo es como pactar con el diablo y quien lo hace queda “manchado” y pierde legitimidad. Si la prostitución es violencia, no se puede proponer ninguna medida que mejore la vida de las trabajadoras del sexo, pues sería como justificar o amparar la violencia, etc.
Esta llamada a la coherencia –que debería ser una medida relativa de distinción moral- tiene dos problemas: por un lado, unos, ante la exigencia de vivir como piensan, prefieren no pensar y vivir cómo les da la gana. Prefieren no ser anti capitalistas, ni ecologistas, ni feministas, para no tener que ser coherentes. Otros, por el contrario, deciden simplificar las ideas para hacerlas coherentes con su comportamiento. Ciertos rasgos de carácter o ciertas formas de vida, incluso ciertos hábitos o formas de vestir, serán entonces la prueba de la propia coherencia moral: ser vegetariano, sin ir más lejos, será visto como un rasgo de compromiso político.

Por último, algunos llevan la coherencia hasta el fanatismo y dejan de lado toda contradicción: vivirán según su credo y su idea del mundo y como tal cosa es imposible, pues todo está teñido de contagio y contradicción, intentarán cambiar el mundo a su imagen, imponiendo la coherencia a sangre y fuego.

1 comentario:

  1. Gracias, Begoña, por la lucidez... me has iluminado un poco más el camino...

    Más, por favor.

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